UN DIA DE PERROS... DE PLAYA
de Antonio Núñez-López
Cap. I
De las sombras al amanecer.
En las horas próximas al amanecer una racha de helado viento marino levantó tierra, colillas de cigarrillos, envoltorios de chucherías y palillos secos; y toda esa amalgama fue arrojada contra él. Los pequeños impactos lo hicieron salir de su sempiterna duermevela nocturna. No era la primera vez que le tocaba dormir en la calle, a la entrada de su casa. Es más, después de que se hiciera adulto dormía más afuera que dentro. Alguna vez lograba quedarse dentro porque se colaba a última hora y con el ajetreo de los moradores de la casa no se percataban de su presencia. Pero lo curioso del asunto era que pudiendo encontrar sitios mejores, incluso más cómodos y guarecidos para dormir, hacerlo a la entrada de aquella casa le producía la sensación del deber cumplido, de que no era un vagabundo, de que había otros seres con los que se relacionaba, de que existía un hogar al que pertenecía. Hasta su olfato llegó un profundo olor a salitre, proveniente del cercano mar, que se le introdujo hasta la garganta. Su vientre estaba en contacto con el suelo, apenas protegido por una vieja esterilla raída. Puso uno de sus antebrazos cubriendo sus ojos, circunvalando su cabeza , y se relajó hasta abandonarse a su sopor. Se sumió en un torbellino de calderos de leche: había muchos calderos, grandes y chicos, los cuales escanciaban leche sobre un gran plato de porcelana, astillado en uno de sus filos, por donde él, cuando era un cachorro, metía la cabecilla y se mojaba el húmedo hocico sorbiendo y lamiendo el níveo líquido con fruición. Sentía el viejo y querido sabor en su boca, la deliciosa sustancia le pegaba la lengua al paladar y al despegarla sentía aquel regusto tan particular que le colmaba su sentido más vital, el gusto. Podía sentir unas amorosas manos acariciándolo y dándole blandos y cariñosos pellizcos en su burda piel. Se relamió de placer, y en sueños hizo un amago para cambiar de postura, ahora sintió un fuerte calambre en su estomago, como un retortijón, y esto acabó por arrojarlo fuera de su hermoso sueño, despertándolo. Sentía frío en su panza. El contacto durante la madrugada con el gélido suelo acababa siempre provocándole algún tipo de dolorosa contracción estomacal. Sacudió la cabeza para desentumecer los músculos del cuello y osciló la cabeza violentamente de un lado al otro. Al girar el cuello hacía su izquierda atisbó algo que le hizo dirigir, otra vez la cabeza y con ella la mirada hacía un lugar concreto: unos muchachos jóvenes estaban prácticamente empotrados, el uno contra la otra, en un portal cercano. Posiblemente la pareja había buscado la soledad de aquella calle para mantener un contacto carnal rápido y sin testigos. La arena de la playa solía ser lecho y cómplice mudo de arrumacos ocasionales y encuentros fortuitos de parejas que habiéndose conocido unas horas antes no querían despedirse sin expresarse recíprocamente su pasión. Pero aquella fría madrugada no era la más idónea para estar desguarnecidos en la playa y quizás la pareja buscó el abrigo de aquel portal para que no se enfriaran sus ardorosas muestras de afecto y su ímpetu juvenil.No sabiendo por qué nexo atávico, que pudieran tener en común las especies, el Negro recordó algunos contactos con hembras de la suya propia, todos ellos deprisa y corriendo, sí literalmente corriendo, y algunos bajo las miradas inquisitivas de los humanos. Para él aquellas relaciones eran las únicas que soportaba con sus congéneres, aunque tampoco le obsesionaban, sólo un instinto turbador e irrefrenable le hacía estar pendiente, durante un periodo determinado, de procurarse encuentros con perras.
La desconfianza le despertó del todo, con los extraños nadie sabia lo que podía ocurrir, y afianzando sus cuatro patas se desperezó tensando sus miembros y abriendo la quijada hasta no poder más, sacudió con brusquedad su cuerpo hacía un lado y luego hacía otro, abanando violentamente el suelo debajo de él. Aún tenía en su boca el regusto a "leche soñada".
Pero el Negro no era dado a la melancolía, las cosas eran como eran. Había vivido un tiempo de cachorro en el que la vida le fue más fácil, más muelle. Hasta que poco a poco fue creciendo y recibiendo recriminaciones, empujones y patadas. Una vez la puerta se cerró por la noche y nadie lo llamó para que entrara. Empujó la puerta con el hocico y arañó la madera con las uñas de sus manos, también ladró; pero la puerta no se abrió y permaneció aquella noche, por primera vez, en la calle para pernoctar. Atrás quedó su llegada a aquella casa, su hogar. Entonces él no era más que una pequeña y brillante bola de pelo negro, un lactante separado de su madre, que respiraba deprisa y gemía de frío o quizás de miedo, que despertaba la ternura y la compasión de los gigantes y a la que llamaban cariñosamente Negrito, para consolarlo.
Alguna vez recordó el regazo de su madre durante los pocos días que permaneció con ella; la puntita blanca, llamada pezón, que buscaba a ciegas y que encontraba con torpeza, y de la cual succionaba hasta hacer manar un líquido tibio y ligeramente salado que lo saciaba a él y a sus hermanos, al mismo tiempo que los extenuaba dadas sus precarias fuerzas, relegándolos a un agradable sopor que olía agridulce. Quizás aquellas sensaciones también las soñó porque ya hacía tanto tiempo de aquello que todo se le mezclaba y confundía. De su madre nunca más supo, nunca volvió a oler a su perra madre. Pero de aquella época había pasado muchísimo tiempo, dos temporadas de días largos llamadas verano y esta era su tercera temporada de días cortos y largas noches llamada invierno. Durante su larga vida había aprendido que cuando alguna mano se dirigía a él, su pelo se erizaba, temiéndose que aquellas mismas manos que le habían cuidado y alimentado siendo un cachorro, al ir haciéndose perro adulto, le podían infligir daño. Pero ya había pasado su etapa de temores en la cual su propio miedo limitaba sus relaciones con los seres grandes, ahora era un señor perro y tenía ante sí una vida de perros.Comenzaba a amanecer, venteó el aire y dirigió sus cuatro patas hacía la calle de al lado, tenía que comer algo. El día anterior apenas había probado bocado y su estomago se había despertado antes que él, pidiéndole alimentos. En la calle, a la que se dirigía, había un tugurio nocturno que solía depositar por fuera, cuando cerraban de madrugada, unas bolsas con los restos de los canapés que servían con el coperío. Estos excedentes masticables eran un manjar para el Negro. Mordió hasta despedazar la bolsa negra y obtuvo su premio. Era una sabrosa sorpresa encontrar aquellos pedacitos de pan blando untados con una espesa pasta de comestibles triturados. El Negro dio buena cuenta de aquellos restos y se pasó su áspera lengua por las comisuras de los labios, relamiéndose y tragándose algunas migas que permanecían reacias a ser engullidas. Luego con indolencia se dio la vuelta y se dirigió hacía su casa.Al Negro le gustaba sentir como el sol naciente iba poco a poco calentando el suelo y él buscaba las tibias losetas para yacer sobre su panza y hacer una digestión caliente, sustitutiva de aquellas otras de cuando era un cachorro y tomaba leche tibia con sopas de pan.No había muchas cosas que hacer por la mañana y al Negro le gustaba estar pendiente de los primeros movimientos de los habitantes de su casa; aunque él sabía que los primeros indicios de movimiento en la casa comenzarían mucho más tarde: no eran muy madrugadores sus amos.Permaneció un buen rato observando como las sombras iban desapareciendo dando lugar a un hermoso día. Eran tan buenos los días (con sol, brisa marina, agradable temperatura primaveral) que el sólo hecho de que amaneciera un día gris, ventoso, frío o lluvioso era motivo de sorpresa y comentarios entre los habitantes de aquella bahía. Decidió dar un paseo. Para los gigantes tenía fama de perro de mal genio, irritable y gruñón, pero ellos se lo habían buscado con él. Acaso no le habían pateado sin misericordia por todo su cuerpo, cada vez que se acercaba a alguno de ellos, ya fuera un gigante grande o pequeño. Se acercó hasta el paseo marítimo y en una rápida incursión se introdujo bajo las escalinatas que llevaban desde el paseo peatonal a la arena de la playa. Allí en una veloz acción de estrategia perruna depuso rápidamente las sobras de su vientre. Miró y olisqueó curioso el mojón cuneiforme que formaban sus excrementos y vigilando, que ningún gigante le hubiera visto y pudiera reprenderle su gesto, subió otra vez por la escalera hasta el paseo enlosado. Sabía que aquella operación debía ser rápida, pues si lo sorprendía algún gigante, seguro que le tiraría una patada y gritaría señalándolo, mientras él tendría que gruñirle mostrándole los colmillos mientras se batía en retirada. Al Negro no dejaba de sorprenderle que entre los gigantes estuviera tan mal visto defecar, pues todo el mundo sabía que era algo que había que hacer para sentirse bien so pena de enfermar. De todas maneras era algo sabido que aquellos seres grandes y todopoderosos nunca evacuaban las heces, por lo menos él nunca había visto a ninguno. Bueno una vez vio a uno al anochecer, junto a la orilla del mar, que con los pantalones por debajo de las rodillas y flexionadas las piernas daba muestras, con gran esfuerzo, de querer hacer aquella buena acción. El Negro se había acercado para expresarle su reconocimiento por querer hacer sus necesidades como los seres normales, pero al acercarse fue mal recibido por el “gigante normal” que le tiró un puñado de arena al hocico, cegándole los ojos, mientras le gritaba toda clase de improperios y le hacía ostensibles gestos para que se alejara de allí. <
Cap. II
Mediodía y empieza el calor.
Estando en la avenida peatonal vio venir a un grupo de cinco perros vagabundos de varios tamaños. Al Negro no le gustaba encontrarse con aquella chusma pero tampoco quería darles la impresión de que los rehuía, así que ante la proximidad del quinteto irguió su figura mayestáticamente y esperó expectante a que pasaran junto a él. Los vio acercarse intentando ignorarles intencionadamente pero cinco ojos izquierdos estaban fijos en el Negro mirándolo de reojo, atravesadamente. Con algunos de ellos había tenido algunos escarceos sobre delimitaciones territoriales. De hecho estos perros pandilleros andaban en grupos porque no habían podido conquistar su propio territorio y necesitaban del grupo para poderse cubrir las espaldas unos a otros, eran perros débiles individualmente; quizás abandonados muy jóvenes por los gigantes o hijos de perros abandonados, y habían sobrevivido enfrentándose colectivamente a los peligros. Para el Negro eran congéneres despreciables: no eran más que perros vagabundos, seres sin hogar. La pandilla de canes pasó presurosa, como si tuvieran prisas por llegar a algún lugar pero el Negro sabía que pronto volverían sobres sus pasos para seguir dando vueltas y más vueltas al litoral, buscando no se sabe qué, quizás comida o la amistad de algún gigante. <
Hoy parecía que había suerte. Se quedó en el ángulo que formaba la pared exterior del local con una vistosa lona extendida verticalmente para proteger a los voraces gigantes del sol y del viento. Allí permaneció al fresco hasta que desde una mesa próxima le lanzaron sobras de pizzas y pollo asado. El Negro devoró aquel inesperado festín tragando deprisa y con ansias. Miro agradecido a sus benefactores, que apuraban jarras con cerveza, y raudo quiso desaparecer antes de que apareciera algún camarero, enfadado por su presencia.Después caminó sin rumbo durante un rato y se acercó hasta su casa. Allí bebió agua del charquito que se formaba por el goteo continuo de la llave de corte exterior mal cerrada. <
Cap. III
Hacía la noche y el descanso.
Ya vencía el ocaso y un viento fresco circulaba por el pueblo marinero. Algunos gigantes semidesnudos y desaliñados portaban toallas y bártulos, y con andares cansinos venían desde la playa contrastando con otros vecinos que ya salían de sus casas inmaculados y ávidos por relacionarse entre ellos y disfrutar de la incipiente noche. En una de las calles principales del pueblo había un nutrido grupo de gigantes foráneos (dedujo que eran de fuera porque nunca antes los había visto) que estaban parados contemplando a unos cachorros recién nacidos que gemían lastimeramente. Estos perrillos eran exhibidos por dos gigantes desarrapados que los mostraban a los transeúntes, insistiendo en acercarlos a los niños más pequeños para que los tocaran. El Negro no entendía la actitud de aquellos dos gigantes cochambrosos que dedicaban mimos y caricias a los cachorros. De su cariño se jactaban de forma pretenciosa a la vez que pedían dinero a los demás, para mantenerlos. ¡Verdaderamente eran raros aquellos dos gigantes! Los cachorros podían estar de suerte con unos amos así, si no fuera porque parecían tener frío y hambre, y no cesaban de aullar quejumbrosos, parando sólo para husmear con sus húmedos hociquillos, las yemas de los dedos de los gigantes, las cuales succionaban con fruición, remedando la acción de amamantarse. Pero aquellos gigantes estaban más preocupados en saciar su sed, la cual aplacaban bebiendo convulsivamente de una botella, que de aliviar las quejas de sus animalillos. Algunos de aquellos dueños ocasionales (pues no eran amos para siempre) se hacían cargo durante su estancia en la bahía de manadas de perros vagabundos que les seguían a todas partes con una abyección sumisa y fiel, y luego desaparecían dejando a la manada confusa y desamparada. Como ahora, que aquellos dos gigantes se ufanaban de cuidar sólo a aquellos dos cachorrillos, de una perra recién parida, pero dónde estarían su madre y el resto de los perros adultos adoptados. El Negro no entendía algunas cosas pero tampoco se esforzaba: la vida de los perros vagabundos y sus relaciones con los gigantes sin casa, era como era y él no era un vagabundo, así que no tenía nada por lo que preocuparse. Continuó su ronda nocturna. Poco a poco las calles y callejas se fueron quedando vacías y las terrazas fueron perdiendo clientela. Olisqueó y rebuscó en los contenedores y en las bolsas ahítas de basuras, pero no encontró nada apetecible que comer, nada en condiciones. Todo eran restos de plásticos pringosos y papeles grasientos, entre latas y cartones. <
*fin*