Mi hija estaba empeñada en traer un animal a casa. Y un servidor se resistía desde hacía más de un año. Estaban muy próximas las navidades y la muy arpía, conste que lo digo con cariño, apareció con una gata de apenas tres meses de vida en sus brazos. Su cara, la de mi hija, irradiaba felicidad y mucha ternura hacía aquel ovillo de pelo gris-claro con dos ojitos rasgados de un azul intenso y cuyas patitas terminaban en unas garritas blancas que le hacían parecer que llevaba unos calcetines o botitas blancas. Cierto es, que si en aquel momento el bicho ya tenía rabo, orejas o algún otro atributo o apéndice no los vi. Parecía muy asustada y en su cabecita se apreciaba, era lo que más llamaba la atención, una herida que los pelos y la sangre coagulada habían cerrado momentáneamente.
La muy ladina, mi hija, se atrevió a comprar en una tienda de mascotas "aquella gatita que daba muestras de desamparo "-eso me dijo. Yo me mantuve expectante más bien confundido, como la gata, por que por una parte se había saltado la autoridad paterna y por la otra no quería darle la impresión de “papi insensible” y quizás por ello un papá detestable y ese prejuicio, como ustedes saben, es algo que los padres no podemos soportar del juicio de nuestros hijos, y menos de las nenas.
Ella olió mis dudas, mi hija, y presta se avino a relatarme su adquisición: como en otras ocasiones pasó por la tienda y entró a ver la fauna doméstica y exótica con la que se comercia en esos sitios. Unos maullidos lastimeros le hicieron dirigirse hacía una pequeña jaula en la que estaba encerrada la felina. En la cabeza tenía una herida por la que manaba un pequeño hilo de sangre que le circunvalaba el ojo izquierdo y le caía por el bigotito, a la gatita ¡claro!
Al parecer un loro malhumorado de una jaula contigua le había asestado un par de fuertes picotazos con su pico curvo y afilado como un punzón y la hembrita desconocedora todavía de su famosa e ¿innata? agilidad no supo apartarse a tiempo.
Mi hija se compadeció de la gata e intento llegar a un acuerdo con el zoomercante propietario de la tienda. María vació sus bolsillos sobre el mostrador, incluidos los forros de su mochila del “cole” y obtuvo una fortuna considerable, para sus doce años de edad, aunque insuficiente para el empresario zoófilo. Ella se empleó a fondo para negociar a la baja las taras que presentaba la “mercancía” y al final convino con el tendero que vendría al otro día con el precio acordado, siempre y cuando la gatita aún estuviera viva y por supuesto con la herida atendida.
El negociante animal, al parecer, sopesó las palabras de la potencial clienta y pensó en la inestable salud de la gata, y la posibilidad de tenerla que llevar a un veterinario con el consiguiente gasto de dinero y de tiempo, pues no olvidemos que estaba en plena campaña de Navidad, y eso le podía acarrear desatender el negocio. Así que aceptó como precio final el pequeño capital de María.
Me quedé mirando a mi hija y después miré a la gata y sin dar ninguna opinión que me pudiera comprometer decidí ponerme manos a la obra o mejor dicho a la cura. Le recorté al animalito los pelos ensangrentados con una tijera de manicura, le lavé la herida con una gasa mojada en abundante agua templada y viendo que la herida no le había afectado al cráneo le puse un antiséptico.
La gatita pareció reconfortada y dejo de maullar. Aún así me hice un hueco, mentalmente, en mis quehaceres matutinos para llevarla al veterinario al día siguiente. Aunque… ¿dónde carajos habría un veterinario?
Mi María que parece tener “pelos de bruja” y adivinar mis pensamientos me dijo que en los bajos del edificio donde yo voy a visitar al notario hay una clínica veterinaria… por si acaso “necesitábamos” llevar a “nuestra” gata.
Observando la cara de ángel satisfecho de mi hija me reconcilié con el bicho, ¡María!, acepté a la gata como otro miembro de mi familia y hasta me pareció que llevar a la notaría a María, ocasionalmente cuando no tenía con quién o dónde dejarla, para resolver asuntos inherentes a mis obligaciones profesionales tales como firmar préstamos hipotecarios, protestos de letras, poderes para pleitos y demás insidiosos trámites, tenía algo de positivo.
¡Maldito espíritu navideño!
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-Por favor, Botitas no me molestes y deja de pisarme las teclas del ordenador que quiero acabar este relato.
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-¡Sabes, estoy contando como llegaste a formar parte de la vida de María y cómo empezaste a deformar la mía! ¡Y deja de lamerme la mano que no eres un perro, salvaguarda tu dignidad felina!
- òn.ff´çbdwj1¡ª,´hñgfñ.
- Otra vez se entretiene María con sus amigas y me va a tocar ponerte agua limpia para beber, darte las bolitas deshidratadas para comer y lo que peor llevo: limpiarte la caja de excrementos. Menos mal que hoy no toca lo que menos nos gusta a los dos: bañarte y recortarte las uñas, que me tienes el “tres por dos” de piel hecho un desastre cuando te afilas las garras en él.
-fin.
-¡Acertaste! Mejor lo damos por terminado y ven que voy a revisar otra vez las uñas. Como crecen la condenadas: las uñas, las gatas y las niñas.